Comenzando a recordar...
Duerme un ramaje que ata el tiempo sereno del valle en su recuerdo; hojas, crisálidas de savia antigua, Kobdas y Vedas comulgan, suturan con la luna egipcia abandonada que perpetúa el amor.
Resuena su cálido canto, ecos andróginos en las gargantas elípticas del batracio laborioso y alto, que sobre la rama última de la memoria pende del cielo arbóreo.
Alza sobre su boca al trasluz de la luna; pirámides insinuantes, escalinatas difusas, recuerdos intocables, de la casa donde he leído el pentagrama original de mis versos en la distancia sacra.
Siento que no soy habitado por ellos, son versos de partitura ajena y serena, me rememoran al olvido y me convocan a la soledad ingenua.
Una armonía que sube desde el hondo deshojar del silencio y acalla la voz del ego secreto.
El tiesto es moldeado sobre el semblante por el boscaje suavemente iluminado; lamento del verso amoroso que crece adentro.
La noche entre los versos hilados del río sereno le canturrea a la luna plena, naranja y esbelta, con el faro misericorde y perplejo imbuido hacia la bruma blanca.
Mis manos inscriben jeroglíficos hipnóticos en la memoria luminosa, desde aquellas ramas, que sangran signos puros, en el plenilunio del mar Caspio, jeroglíficos hipnóticos sobre los labios vírgenes de las azucenas.
Recuerdan el camino sembrado de momias oradas religiosamente en su quietud del tiempo, voces signadas de los sarcófagos limpios, y el conejo que anda en la letanía sobre la luna, en aquella azulada noche de temple y silencio.
La dama blanca horadada y esbelta, traza una danza en el ático más elevado
del velo nupcial de la arbórea. Tiempo inmemorial que esculpe su esfinge sobre el alma, y busca la última gota en su resequedad, abraza el cántico oloroso de la otredad.
La casa entibia sobre la cama una conversa interna, nostalgia que me abriga
y un mar profundo e iluminado del canto iniciático me hace temblar.
Unta mi sigiloso pulso en la noche alta del confín de sus paredes humanas,
y mece los recuerdos de la luna santa; gotean los versos hermosos que caen en la vasija del alma.
Luis Gilberto Caraballo